Polo Noyola
Mayo, 2012
Un singular país el nuestro, los
ciudadanos de a pie corremos el riesgo de perder la vida, el patrimonio o la
libertad si se nos ocurre estar en el lugar y la hora equivocados; un país en
donde pocos detentan un enorme poder y en el que muchos carecen de las más
mínimas garantías individuales, como el derecho al trabajo, a la educación o la
salud.
Pero en este país, partido en
rebanadas tan desiguales, hay una paradoja difícil de creer si acaso no eres
mexicano. Existe, derivado de nuestra ancestral corrupción, un influjo
extravagante que llena las manos de poder a depauperados ciudadanos que por una
acumulación de omisiones en la práctica de la ley se convierten en pequeños
magnates de una esquina, una calle o un vertiginoso autobús urbano de
pasajeros, donde ellos son la ley, sin pelos en la lengua.
Un jovencito que acaba de cumplir su
mayoría de edad es capaz de someter al más grande terror a cincuenta pasajeros
que tuvieron el infortunio de abordar su autobús; un cuidador de coches es
capaz de cantar la palinodia a medio centenar de ciudadanos y decidir quién
puede y quién no puede estacionar su coche en una avenida pública de la ciudad,
que controla como su propiedad, tiene bloqueados los espacios con botes vacíos
de pintura, cajas destartaladas de madera o simples piedras que ha traído de
algún lugar. Una pobre señora cargada de tres hijos es capaz de bloquear, o al
menos estorbar, el paso de una avenida importante con el efugio de pintar de
amarillo un tope que las autoridades tendrían que haber pintado; hordas de
pequeños delincuentes asaltan vehículos en los semáforos con el pretexto de
limpiar un parabrisas que poco importa si no está sucio; pordioseros
empoderados por los huecos profundos de la acción de la ley. Parte de un poder
paradójico que los mexicanos conocemos y franqueamos cada día de nuestra vida, conscientes
de que en otras circunstancias esos personajes estarían en la cárcel por obstrucción,
por daño económico, por impudentes, si sus desvaríos no fueran simple instinto
de sobrevivencia.
¿Cómo culpar a quién, al limpia
parabrisas o a la señora que bloquea avenidas, al cuidador que se apropia de
calles enteras; cómo culpar al joven chofer del autobús a quien las autoridades
le permiten conducir de esa forma criminal? No es posible culparlos, porque
ellos son las primeras víctimas de nuestra paradoja nacional.
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